conmocionada por la vida
Virginia Innocenti está en su mejor momento. Luego de su impresionante interpretación de Tita Merello en Dijeron de mí, este año hará ficción en Canal 7 y volverá al teatro musical con un espectáculo propio.
No es una actriz que un día decidió cantar ni una cantante que se animó a actuar. Virginia Innocenti es las dos cosas: una talentosa actriz de cine, teatro y TV, y una deliciosa cantante. Bella, calma y de hablar pausado, sus ojos parecen expresar aquello que pasa por su alma. Hoy, con recientes 46 años, ha decidido jugar el juego que más le gusta: estará en la pantalla de Canal 7, en La defensora, una de las series premiadas en los concursos del Incaa, donde se ocupará de preservar a quienes más lo necesitan. Al mismo tiempo prepara un nuevo espectáculo musical, del que aún no quiere adelantar mucho. Acerca de ese tránsito por los caminos del arte, y sobre muchas cosas más, versó esta entrevista, impregnada por su sensibilidad.
–A casi toda su familia la trajo el mar.
–Soy parte de dos culturas, la de Bolonia, presente siempre en casa porque la comida era a la boloñesa, hecha por los abuelos y por papá. Mamá colaboraba, pero de ella he recibido costumbres del sur de Italia, y casi todos sus bisabuelos eran músicos. Ella tocaba el piano, pero también mi abuelo paterno, Augusto, era un amante ferviente de la ópera, un anarquista que se la pasaba preso por defender los derechos de sus compañeros albañiles, en Italia. La rama artística me vino por ambos lados.
–Por ser la más pequeña, habrá sido la mimada de la casa.
–Tengo la sensación de que llegué al mundo ya haciendo un numerito para hacer reír a mis padres y a mis hermanos. Se ve que estaban un poco aburridos, y había como una expectativa de venir a colmar cierto espacio de compañía, de alegría. Y ese fue mi motor, desde muy chica: una de las cosas que más me gustaba era hacer reír a mi mamá, y me hice cargo del mandato.
–¿La atraía el juego de la actuación?
–Recuerdo mi felicidad a los cinco años, cuando las maestras me invitaron a bailar el charleston con las chicas de primer grado. Hice el jardín de infantes y la primaria en una escuela que tenía un salón de actos maravilloso, donde actuaban las alumnas del secundario, así que tuve la posibilidad de aprender música, estudiar coro y guitarra y participar en eventos escolares.
–Animaba fiestas infantiles.
–A los 12 empecé a animar fiestas. Me ponía una peluca que era de mamá, la quiso teñir y algo le salió mal, pero para mi felicidad quedó verde. Todavía la conservo. Me la ponía y hacía como que era una muñeca a cuerda. Me acuerdo de que tenía un vestido amarillo precioso, que había sido de mi madre cuando era chica. Me maquillaba y me arreglaba, y con eso jugaba y divertía a los chicos, algo que en esa época era más fácil que ahora.
–A los 15 hizo un viaje con sus padres y abuelos.
–Justo ayer terminé un boceto de un espectáculo que estoy desarrollando, y hablaba de todas esas cosas. A los 14 años mis padres me ofrecieron como opción de regalo para mis 15 hacer una gran fiesta o viajar con ellos y mis abuelos a Italia. Elegí la travesía, y fue realmente un viaje iniciático, que me cambió por completo la percepción del mundo. Ese mismo año pasé de un colegio privado y religioso a uno estatal. Eso, más el viaje, fueron determinantes. Aunque un poco doloroso, estoy muy agradecida a los que consideraron que no era bien recibida en el colegio, sólo por negarme a recitar como un loro las lecciones a la profesora, que como era sobrina del arzobispo no entendía nada de la materia que daba, y no sabía cómo calificarte si no repetías con puntos y comas lo que decía el libro. Si bien hubo una sensación de pérdida, gané mucho. Y en el viaje a Europa fue muy fuerte presenciar el encuentro de mi familia con sus parientes, conocer el lugar de la casa que quedó bombardeada, hecha cenizas, en Bolonia. Fue ver otra manera de vivir: la gente se vestía de colores, las mujeres fumaban mucho, se dejaban el vello debajo de los brazos, no usaban corpiño en la playa, los travestis caminaban tranquilos por la calle, en fin, había una diversidad de costumbres muy grande. Y ni hablar del regreso, que hicimos en barco, atravesando el mar: siempre fui una chica bastante inquieta, pero mientras todos bailaban bajo la noche cerrada, sin luna ni estrellas en medio del océano, me iba a la proa, y lo único que escuchaba era como un animal rugiendo, mientras se avanzaba en la más absoluta oscuridad. Y por último fue muy conmovedor llegar al puerto de Buenos Aires, como antes lo hicieron mis antepasados.
–Se definió solitaria y triste.
–Alguien que se va solo a la proa en el medio de la noche elige la soledad. El otro día leía al poeta Héctor Murera, para quien el arte aparece como necesidad de lo sagrado. Es muy interesante, porque habla de las personas que tratamos de nadar la metáfora, y cada vez hay menos espacio abierto donde se valore el trabajo artístico.
–Pero la sociedad está cambiando.
–Por suerte estamos avanzando nuevamente en esa dirección. Pero ha habido un gran devastamiento: los medios se han dedicado al entretenimiento bobo, y no a la belleza o la metáfora, que es la labor de los artistas. No sé si he sido una persona triste, pero sí soy una conmocionada por la vida: la realidad siempre me costó bastante, y traté de generar una propia lectura de las cosas que me obsesionan. Será porque coincido con lo que dice Murera, que el arte aparece por la necesidad de Dios.
–La música es un acercamiento a Dios.
–Es mi manera de comunicarme con los demás, y tratar de que vivamos mejor. Es lo que sé y puedo hacer. Y me interesa concentrarme cada vez más en ser un buen instrumento de algo incomprensible, maravilloso y difícil de nombrar, como la vida misma, que me parece siempre un misterio insondable. Por eso digo que no sé si es tristeza, conciencia de la finitud o que en el fondo sabemos muy poco de nuestra esencia: lo esencial es tratar de conectar, y no pasar en vano por este mundo.
–¿Cómo elige su repertorio musical?
–Soy bastante salvaje. Hay algo que me dicta mi corazón, mis entrañas, y escribo sin pensar demasiado. Después me doy cuenta, cuando pienso en por qué vino esa canción a mi mente, de que todo cobra un sentido. Eso sí, cuando armo mis cosas siento que a través de mí hay algo que necesita comunicarse, como una suerte de médium. A veces, cuando hablo así me da miedo que piensen que creo en los platos voladores. Pero hay tantas cosas que no conocemos ni conoceremos, que no me atrevo a decir que no a nada.
–¿Qué la llevó a elegir un personaje como Tita Merello?
–El éxito tiene que ver con el reconocimiento de los pares y de la gente, pero también con haber sido fiel a mi mirada y a lo que quería contar. Y que haya tenido tantos premios y repercusión en gente de las más variadas edades me puso muy contenta. Tenía que pasar el desafío de aquellos que la conocieron y aún viven, que miraban la función con ojo muy crítico, y crear interés en quienes no la conocieron.
–Hace falta una gran destreza actoral para investirse de una mujer tan áspera.
–Es tarea de un actor poder representar y hacer creíble cualquier personaje. Me interesaba mostrar de manera poética cuánta fragilidad vulnerada había detrás de esa aspereza, y que se entendiera por qué necesitó de ese caparazón para resistir. Si no hubiese tenido ese instinto de supervivencia, esa inteligencia, no habría podido abrirse camino. Su refugio fue el arte, y era un personaje muy rico, que me servía para poder hablar de cosas que me ocupan el corazón y la cabeza: cómo el arte puede ser un medio de rescate para la gente que nace en condiciones muy desfavorables. Ella fue para mí un ejemplo de cómo, a través de la música, de la actuación, decide abrirse camino y hacer valer su propia voz, como ser humano parado en este mundo y en su condición social, de la cual nunca renegó. La gente llegó a quererla tanto porque fue una persona de una honestidad brutal, y así actuaba. No la idolatro, no idolatro a nadie. Pero me parecía que era una mujer que había que rescatar. Además, me obsesiona el tema de la memoria: es imposible construir futuro si no se tiene presente de dónde se viene y hacia dónde se quiere ir.
–¿Su lugar es este?
–Tuve posibilidad de quedarme en Los Ángeles cuando se hizo la posproducción de la película Cipayos, la comedia musical que protagonicé en el 88. Nunca me sedujo ese sueño americano, quizá por esta conciencia de ver a mi padre con un dejo de melancolía, extrañando su tierra. Siempre adoré mi lugar, no soportaría vivir en otro, y me obsesiona el tema de los exilios forzosos. Durante mi infancia tuve sólo tres años de democracia, de primavera, que por suerte fueron clave. Me refiero al 73 y los años previos al golpe. En el colegio fue como un hervidero que me marcó positivamente: llegué a tener monjas francesas, profesores varones de teatro y de coro. En el 76 a las monjas nunca más las vi, después supe que las derivaron a África. Llegué a formarme con ellas, con un criterio tercermundista. Hasta leían a Piaget.
–¿Hace terapia?
–Me terminé de criar en mis sesiones de psicoanálisis. Empecé desde muy chica, a los 18, y le debo mucho. Soy una militante del psicoanálisis, pero siempre aclaro que el psicoanálisis tiene que ver con un buen encuentro con el otro.
–¿Es difícil armar una pareja para una mujer bella e inteligente?
–A mí me costó mucho, y de hecho estoy sola. La soledad es una elección, y ahora paso por uno de mis mejores momentos. Estoy muy agradecida a los vínculos, a los que fueron buenos y a los que me generaron dolor, y me dejaron cerca de los abismos. A todos les agradezco porque considero que un compañero de ruta en algún punto es un maestro, por algo la vida te pone a transitar caminos junto a esa persona. Y siempre elijo aprender hasta de las cosas más crueles. Nietzsche dijo que lo que no te mata, te fortalece. Igual preferiría no fortalecerme tanto.
–Volviendo a la metáfora del mar, es una mujer que ha sabido navegar.
–Para mí el éxito es no haberme ahogado en la travesía. Por suerte pusieron los ojos en mí grandes directores y creadores de nuestro país. Me terminé de formar trabajando con todos ellos. En ese viaje a Europa vi All that Jazz, y ya grande, El exilio de Gardel. Ahí me di cuenta de que todas mis inquietudes artísticas podían ponerse al servicio de historias profundas, y que el musical no tiene que ser una cosa pasatista. Y a la vuelta, en el barco vi La luna, de Bertolucci, que con 14 años me destrozó la cabeza. Y después tuve parejas hermosas, que me llevaron a ver el cine de Andréi Tarkovsky o a leer a Borges. Y amigos que me pasaban casetes con temas prohibidos de Silvio Rodríguez. Me forjé con las letras de las canciones y viendo cine.
–Si tuviera que elegir, ¿a cuál de sus actividades le dedicaría toda su libido?
–¿Por qué debo elegir después de casi 27 años de trabajo como profesional? A los 16 ya había armado un espectáculo que se llamaba El Conventillo Pub Concert: me acompañaban mis padres y mi novio. Por ese trabajo me pagaron unos mangos y me compré un vestido que todavía conservo. No me entra ya, pero quizá vuelva a poder ponérmelo algún día. He hecho TV, cine, teatro, radio, música, recitales, teatro musical; lo mío es transitar.